Por: Eduardo Carmigniani
Hace unas semanas decía que era demagógico tiro al aire de la Asamblea –que ahora sí terminó por perder la cabeza- aquello de prohibir la celebración de tratados internacionales en los que se “ceda jurisdicción soberana a instancias de arbitraje internacional”, en controversias contractuales o de índole comercial, pues para en verdad alcanzar el objetivo aspirado –que los conflictos con inversores extranjeros no sean resueltos en arbitraje internacional- la vía no es la inútil reforma constitucional sino la denuncia de los tratados de protección de inversiones en los que el Ecuador ya aceptó, anticipadamente, que las disputas con esos inversores -por la violación de los derechos que esos mismos tratados les conceden- sean resueltas en esa vía, bien entendido, en todo caso, que las inversiones efectuadas mientras los tratados estuvieron vigentes siguen protegidas, por lo que los reclamos que surjan pueden ser llevados a arbitraje internacional en lugar de ante nuestros propios –en todo el sentido de la palabra- jueces locales.
Empero el prejuicio -¿o no lo es justificar la propuesta discurseando sobre “abusos que han deteriorado la soberanía jurídica” por cuanto ciertos tratados “lesivos” “trasladan jurisdicción” “a instancias supranacionales de arbitraje, en las que, al parecer, los Estados son puestos al mismo nivel que una compañía comercial”?- los hizo perder el rumbo… Y queriendo niño les salió niña….
En efecto, el texto aprobado (la niña) prohíbe que en el futuro el Ecuador celebre tratados aceptando que se resuelvan en arbitraje internacional controversias entre el Estado y personas privadas por cuestiones “contractuales o de índole comercial”. Y lo que querían (el niño) era que el Estado no vuelva a ser llevado a arbitrajes internacionales por conflictos con inversores extranjeros, que no es lo mismo ni se escribe igual. Ya hemos visto que eso no se obtiene con una reforma constitucional, pero por ahora dejemos eso a un lado pues hay una cuestión más de fondo: las controversias con inversores que suelen llevarse a arbitraje internacional no necesariamente versan sobre cuestiones “comerciales” o derivan de la violación de “contratos”, que es lo que no permitiría el texto originado en la Asamblea, si llega a aprobarse el proyecto de nueva Constitución. En realidad, en la gran mayoría de aquellos denostados arbitrajes internacionales se discute una cosa distinta: la violación o desconocimiento de las obligaciones que el Estado ha asumido –en favor de la generalidad de inversores de otro país- en los tratados de protección de inversiones. Entre esas obligaciones que derivan de los tratados están, por ejemplo, asegurarles determinados estándares de tratamiento (no discriminatorio, justo y equitativo), o no expropiarlas sin compensación justa, pronta y en efectivo, y su violación puede producirse aún cuando el inversor no tenga contratos con el Estado (el caso de una industria expropiada sin compensación justa, pronta y en efectivo).
Como las controversias en “materia de inversión” son diferentes a las “contractuales” o “comerciales”, pues en las primera se imputa al Estado la violación o incumplimiento de una obligación derivada de un tratado, y no de un contrato o relación comercial, resulta entonces que lo que la Asamblea aprobó (la niña) no impediría realmente que en el futuro se celebre tratados en los que se acepte que diferencias en materia de “inversión” sean llevadas a arbitraje internacional, que era lo que querían (el niño). Y menos que el Estado siga siendo demandado en esa vía si viola, con vieja o nueva Constitución, los antedichos tratados.
De nuevo: les salió el sexo cambiado (o, como dicen hoy, el género…)
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